• Fernando Maqueda CarmenSempra ha publicado una actualización hace 7 años, 2 meses

    LOS TRENES SIEMPRE SE DIRIGEN AL ESTE (capítulo I)

    Año 2017
    Presente,
    (tiempo aquel, en el que está quien habla)

    “Que nadie vaya a llorar el día que yo me muera, que nadie llore… Es más hermoso cantar, aunque se cante con pena. No quiero llantos…” Javier lee los primeros párrafos de una novela en el libro electrónico que tiene en sus manos, momentos antes de llegar a su destino, siendo interrumpida su lectura por los aspavientos y el vozarrón del chófer, que se sorprende ante la belleza del lugar.
    -¡Dios mío, que maravilla! -dice el empleado.
    Javier asiente con la cabeza, sonriendo.
    -Igual me sucedió la primera vez que vine al centro. Paz, tranquilidad, una delicia ¿verdad? -responde el pasajero bajándose del coche.
    Atrás han quedado sus compromisos, su agitada vida, su trabajo, todo. Todo lo deja por algún tiempo. El tiempo que sea necesario, piensa Javier, mientras con paso decidido toma la senda, que custodiada a ambos lados por pequeños limoneros, ha de llevarle a la puerta de entrada al edificio principal.
    El espléndido y singular complejo es enorme. Un paraíso dicen sus administradores. Un nirvana, con varios edificios rodeados de jardines y pasillos laberínticos diseñados para el descanso y sosiego de sus usuarios. Antaño fue un solar inmenso y deprimido, pero hoy día, con la espesura de su boscaje interior y rodeada de lomas verdes, la Fundación es una finca que regocija y deleita la vista. Su infraestructura se compone de unidades independientes, alejadas de la clásica edificación vertical y distribuidas de forma geométrica en un entorno privilegiado donde sus instalaciones abarcan decenas de miles de metros cuadrados entre parterres, rosaledas y edificaciones de estilo modernista y en medio de un envidiable marco natural. Sus edificios desde su construcción a principios del siglo pasado, tuvieron gran importancia desde la redacción del proyecto, que incluía artesonados, azulejos y vidrieras de gran valor artístico y sin merma de la unidad de conjunto: ladrillo, cerámica y revoco en sus fachadas. Se asemeja más a un campus universitario de élite británica, que a una institución con un compromiso social, que aún siendo privada, comparte con otras muchas instituciones de carácter público, iguales fines. El complejo centenario y la frondosidad de su arboleda, inundada de los colores del otoño, provoca en Javier a su llegada y en las personas que habitan en su interior, o al menos lo intentan sus directores, una sensación de quietud y un remanso de paz. Tranquilidad y remanso soliviantado, tan solo una vez al día.
    -¿Leyó mi mensaje, don Javier? Ha empeorado desde su última visita y no sabrá quien es usted -dice la directora-. Intente no hacerle hablar, solo conseguirá que se altere.
    Agradece el consejo y una auxiliar acompaña a Javier hasta la habitación del interno, cuya enorme cristalera permite ver más allá de los arboles, aún con hojas, una imagen lejana del sureste de la ciudad. Carlos, así se llama, se encuentra sentado frente a una mesa plegable del color de la leche al fondo del cuarto. Le han lavado y peinado como a un niño antes de ir al colegio, sin embargo, su camisa de lino está repleta de arrugas y churretes de papilla, aunque ese detalle, parece no importarle demasiado. Está ausente, la mirada perdida y con el cuello inclinado, torcido a su izquierda. En sus manos sostiene un bolígrafo y varios folios blancos repletos de signos ininteligibles y garabatos. Sus tristes ojos no hacen intención de mirar a la persona que llega. Ha debido de comer, sin duda hace apenas un rato. Aún le quedan restos del puré en su barbilla y no han retirado la servilleta de la mesa. Javier le limpia los labios y aparta la mesa hacia un lado.
    -Hola papá.
    Carlos levanta la cabeza. A duras penas se yergue y mira a Javier a través de sus gafas nuevas. La semana pasada tiró las viejas al suelo y se hicieron pedazos.
    -Soy yo, Javier. La enfermera me ha dicho, que igual no me reconoces, pero yo no la creo ¿a qué sí? ¿a qué sabes quien soy?
    Carlos mira al hombre, pero su mirada sigue perdida, como si no estuviese mirándole. Aunque le mira.
    Javier le coge las hojas, que con fuerza el enfermo retiene en sus manos. Le cuesta quitárselas. Déjame ver, le dice ¿qué estás escribiendo? ¿son dibujos? Son muy bonitos, le halaga y sin éxito intenta el hijo, descifrar las palabras escritas por el padre. Bajo el papel garabateado hay otro, y un tercero, también con líneas y letras desordenadas que pretenden contar algo. Carlos, no contesta, continua en su mundo interior, dejando caer su cabeza hacia un lado, igual que un bebé incapaz de alzar por si mismo su cuello, y un pequeño hilillo de baba se escapa de los labios hasta caer en su mano derecha. Javier pretende ser fuerte, pero no lo es, nadie lo es, tan solo es un hombre. Lo intenta pero no puede, y le invade la pena, al contemplar la inane figura que tiene delante. “Jodido Dios, si existes… tendrás una buena excusa para esto”, dice en voz baja con rabia, mientras Carlos balbucea y con semblante enojado, emite guturales sonidos y alguna que otra incoherente palabra, reclamando sus papeles.
    -¡Está bien! toma tus hojas. No te enfades.
    Carlos agarra los folios con firmeza, son sus notas, sus escritos, ¿y éste quien es, que quiere quitármelos? debe de pensar si es que su cerebro aún puede pensar, y con tosquedad, dibuja rayas y círculos y más rayas con el bolígrafo apretado en su puño.
    -Papá, soy yo. ¿No me recuerdas? insiste Javier.
    Carlos no habla, mira sus hojas y las vuelve a mirar, como si quisiera estudiar lo que representan las torcidas letras, sus trazos y luego las tira en el suelo.
    -Soy tu hijo, papá. Soy Javier ¿de verdad, no me conoces? He venido a quedarme contigo.
    Carlos, el hombre de la mirada perdida, no sabe que ha sido escritor, tampoco, que escribió sus recuerdos antes de que desaparecieran. “La cultura de una persona, -escribe hace tiempo-, al igual que sus recuerdos, solo importan los que permanecen, son los posos que quedan. Importan solo aquellos y aquella, que se mantienen en la memoria, de lo mucho que vivimos y aprendimos hace ya muchos años”. Pero poco importan ahora, porque no sabe nada, no recuerda nada, y empieza a mover la cabeza y abre la boca. Abre la boca, pero no en busca de aire. Abre la boca, porque esta vez quiere hablar. Y lo hace.
    -Que joven eres y que guapa estás -dice, sin mirar a Javier-. ¡¡Quiero irme contigo, mamá!! ¡¡mamá!!
    -No soy tu mamá -contesta Javier compungido-. Haz un esfuerzo papá. Hazlo por mi. He traído tus libros.
    -¡Hola mamá! -dice riendo y elevando la voz-. ¡Dame un beso, mamá!
    -Soy tú hijo Javier, papá. Soy yo. ¿Quieres que leamos juntos?
    -¡¡Mamá, mamá!! -grita más alto y continua riendo.
    -He traído tus libros, papá ¿No quieres que te los lea? ¿recuerdas que me decías cuando era niño? “algún día serás tú, quien me lea los cuentos” ¡Dime algo, papá! Dime algo. Algún día serás tú, quien me lea los cuentos, repite Javier apenado.
    El semblante de Carlos carece de alguna doblez, sigue ausente, sin expresión y su mirada se vuelve hacia el suelo de la habitación. Ha dejado de hablar… y su hijo con profunda amargura solloza, besando su frente.
    -He venido a cuidarte, papá -le dice bajito, cogiendo sus manos-. He dejado el trabajo, no me riñas, sé que no te hubiera gustado, pero he cancelado la gira, los conciertos, las entrevistas. Voy a estar contigo, solo contigo, papá ¿no me oyes? Vamos a estar siempre juntos. Siempre. Sé que me oyes, papá. Lo sé.
    Ni siente ni padece, dicen de Carlos, algunos. ¿Y si no es verdad? ¿Y si es capaz de sentir ? ¿de escuchar?
    -Escucha, papá -le dice, esta vez elevando la voz.- Sé que me oyes, no me engañes.
    Y con voz trémula, comienza a leer los primeros párrafos, versos certeros de un humilde poeta flamenco, guitarrista y cantaor. Coplillas y poemas modificados, que inician la novela inacabada del padre.

    “Que nadie vaya a llorar el día que yo me muera, que nadie llore. Es más hermoso cantar, aunque se cante con pena. No quiero llantos ni quiero lágrimas y que nadie lleve, ni flores ni ropa negra, no me vayáis a enterrar para pudrirme bajo la tierra. Que nadie vaya a llorar, el día que yo me vaya, es más hermoso cantar mientras mi carne se quema, y después… después ofrecerme al mar, o al aire, o echar mis cenizas sobre la arena, eso da igual. Pero que nadie vaya a llorar el día que yo me muera…”.

    Carlos continua mirando hacia el suelo. Hace tiempo que calla, aunque tal vez está oyendo. No se perciben ruidos, sonidos, ni eco. No hay voces, no hay bullicio, el universo enmudece. Todos y todo se detiene alrededor de ambos hombres, como si el mundo quisiera escuchar, las palabras que el padre escribió tiempo atrás, y que en voz alta, su hijo le lee.
    Pero no todo se para, siempre hay alguien activo.
    El togado esqueleto, desciende de su corcel, recorre senderos, veredas y florales caminos, deteniendo su paso cuando le place, ojeando sigilosa a través de ventanas y claraboyas. En su mano derecha la guadaña empuña y en la siniestra sostiene, la lista de sus encomiendas y su itinerario. Nadie la ve, pero ella está ahí. Observa a un grupo de terminales que postrados en camas blancas, su inminente llegada esperan. Recorre salas de paliativos y habitaciones de enfermos y residentes. A continuación se detiene, se para en la puerta del cuarto de Carlos.
    ¿Qué haces ahí, amazona?
    De soslayo mira y finalmente se aleja.